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En una agitada sesión de terapia de pareja, Molly Kochan (Michelle Williams) intenta lidiar con la falta de deseo que define a su matrimonio desde hace ya dos años, cuando fue diagnosticada con cáncer de mama. No es ella quien ha perdido la “llama del amor” entre la operación, los rayos y la quimioterapia, sino su marido Steve (Jay Duplass), convertido en un atento cuidador, militante de los calendarios médicos, los turnos y las historias clínicas. A sus 40 años, Molly mira a su alrededor intentando hallar una respuesta a esa injusta conversión de mujer deseable a paciente en tratamiento, mientras un llamado inesperado la saca de su letargo. Desde el hospital, su oncólogo le confirma que el cáncer ha regresado de forma agresiva y le queda poco tiempo de vida. Su marido y la terapeuta la miran con cierta expectativa por una noticia que desconocen. Molly solo puede pensar: “¿Será que voy a morir sin volver a tener un orgasmo?”
Ese es el punto de partida de la miniserie Morir de placer, estrenada hace apenas una semana en Disney+ y co-creada por Elizabeth Meriwether (The Dropout) y Kim Rosenstock (Glow), a partir del podcast protagonizado por la propia Molly Kochan y su amiga Nikki Boyer. La aguda percepción de las creadoras, ya acostumbradas ambas a narraciones de mujeres atípicas en situaciones de crisis, fue salir del arco de la tragedia y proponer una comedia alocada y divertida, que reflexiona sobre el sexo y el placer sin ceder a los mandatos ni temer al ejercicio del ridículo. Por ello el mérito de Michelle Williams, quien encarna a Molly con astucia y una febril vena cómica, es algo más que salir a jugar al slapstick, supone barrer los trazos de ciertas convencionalidades heroicas en el retrato de esos personajes que lidian con la muerte de la manera más bizarra posible.
“Lo que realmente me atrajo fue lo emocionalmente compleja que era la historia. Conmoverse tanto y, al mismo tiempo, reírse a carcajadas”, explicaba Meriwether en una entrevista con The Wrap. “Es raro que una historia sea tan emotiva como divertida, y me entusiasmó el desafío: ¿cómo encontrar tanta comedia en esos lugares tan oscuros?”. Su encuentro con el podcast Dying for Sex ocurrió en 2020, en plena pandemia, y fue una forma de pensar una situación trágica desde otra perspectiva. Se lo comentó a Rosenstock, su compañera de escritura en la serie New Girl, y juntas elaboraron una ágil y divertida adaptación que conjugaba la exploración de la sexualidad de Molly, que incluía el orgasmo, el sadomasoquismo y también la posibilidad de sentir lo inesperado, con el vértigo de una comedia feroz, que tocaba las teclas más difíciles en ese raid de enfermedad y burocracia médica.
El primer mojón del relato surge de la figura de Steve, el marido intelectual y dedicado de Molly. Interpretado por Jay Duplass, artífice junto a su hermano Mark del perfil más indie de la comedia televisiva (en series como Transparent o Togetherness), Steve es quien intenta mantener la racionalidad y lo hace de manera prolija y eficiente: guarda la historia clínica de Molly en un CD, mantiene actualizada la aplicación del seguro social, toma notas precisas sobre las indicaciones del médico. Ese rol lo convierte en el cuidador modelo, tesorero de ese cuerpo enfermo que ahora vuelve a rebelarse. Para él, la insistente demanda de sexo de Molly resulta un desvío de esa normalidad a cumplir con nuevos tratamientos y cuidados paliativos. Cuando Molly intenta practicarle sexo oral para volver a sentir aquel ardor perdido, la risa y la incomodidad derivan en un derrotero errático para la pareja, pero esencial para la comedia.
Para bien o para mal, Steve es el punto de anclaje de la historia, el grado cero del humor. Cuando en el primer episodio Molly se compra una enorme botella de gaseosa verde, Steve hiperventila y esgrime la importancia de los consumos saludables, de la dieta necesaria, al igual que el cumplimiento de horarios e indicaciones. Luego le señala el despropósito de haber sido extorsionada por un actor porno con el que se masturbó online como acto degradante para la gravedad de su inminente destino. Ante el caos de la enfermedad, Steve representa lo previsible, tanto del tratamiento como de la muerte segura.
El salto de Molly será entonces por encima: la elección de su amiga Nikki (Jenny Slate) como partenaire para ese viaje errático hacia un disfrute posible, al mismo tiempo que la desorganización como patrón contrario al marital. Nikki pierde todo en su enorme bolso, donde lleva desde una máscara teatral hasta tampones y comida podrida, y su caótica existencia le ofrece a Molly el abismo en el que quiere explorar con intensidad lo poco o mucho que le queda de vida.
Jenny Blate aparece ya desde el comienzo como un extraño rumor de disfuncionalidad. A diferencia de la Nikki Boyer del podcast, la real, su Nikki es contraria a toda estabilidad, y lo que juega en la unión de ambas es esa permanente tendencia hacia el precipicio que define a la comedia. Las creadoras ampliaron el papel de Nikki para convertirlo en algo más que en la cuidadora de Molly. “Veamos cómo esta amistad, desde el principio, trasciende a un nuevo nivel, donde ahora ella es la cuidadora de su mejor amiga, además de su mejor amiga”, explicaba Rosenstock en charla con The Wrap. La dupla se constituye en el motor perfecto de la miniserie, y si Michelle Williams concibe a su personaje con matices profundos, dolorosos e hilarantes al mismo tiempo, Slate consigue sostener el ritmo de la comedia, dando a su personaje entereza y humanidad, al mismo tiempo que el perfecto eslabón para la atmósfera de dúo cómico.
Desde las citas online hasta el juego sadomasoquista con un vecino del nuevo departamento donde se muda Molly, en Morir de placer el sexo se convierte en algo más que una plataforma vibrante para volver a sentir el cuerpo y el deseo, y escapar a los mandatos de un tratamiento que incluye una acelerada menopausia y otras dolencias óseas. Se transforma en parte de la esencia del personaje, algo que le permite evocar traumas infantiles, una compleja relación con su madre (una notable aparición de Sissy Spacek), y el derrotero más ocurrente de chistes sexuales que pueden hacerse en un streaming cada vez más casto y reprimido. La tragedia está siempre, es el fondo de una vida en la que la muerte es un inevitable horizonte. Pero la historia de Molly, contada con astucia y desenfado por Meriwether y Rosenstock, revela ese atajo imprescindible que ofrece la risa, que ayuda a sobrevivir, pero también a saltar hacia lo imposible.
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